Cruda, la Jose


¡Qué maravillosa sos, Josefina!
Tímida adelante tuyo, como una tarada, así me siento. Es un misterio haberte visto una vida y saber nada o prácticamente. Me intimida tanto tu mirada que todavía no me lanzo a escribir sobre vos. Temo fastidiarte, Josefina, espero confundime con tu carácter. Por ahora te miro de cerca; miro ese, el ojo que me vio nacer, me vio crecer desde tan chica y tiemblo. Son tan poderosas las palpitaciones de tu cuello grueso y áspero, siento que guardan el ritmo del mundo. Siempre creí que tus antepasados fueron los dinosaurios y que vos, sin saberlo, llevás grabado en tu caparazón una historia ancestral. Tu rostro es pintura rupestre, es caverna que camina sin prisa, que recorre el jardín de los senderos que de bifurcan, un gran jardín borgiano.

¡Limpiate esos resto de rosa china, dale! No seas así de sucia, que bien para caminar tenés aires de reina. Es inútil, lo sé, pero antes de mirarte me veo en la obligación de hacer una pequeña reverencia. Tu presencia siempre me hizo sentir inferior y frágil.

Hay algo en tu rudeza, algo bien femenino. No sé quién inventó la analogía de la loba o la tigresa para hacer referencia a las mujeres fuertes y valientes. Tortuga, para mí, es el paralelismo más justo. La tortuga -o quizás solo vos, Josefina- es una hembra bien plantada. Un espíritu sencillo rozando lo rústico y una manera finísima, delicada. Una mina que nada la acelera, con paso propio, ritmo inalterable. Esa que devora con placer y sin cubiertos su comida, que goza el aire pegado al suelo, primero que nadie. Hace suyos los zócalos vacios, vírgenes de intrusos, manantiales de sombra. La tortuga es sola y lo quiere así. Es piel, caparazón y voluntad. Nadie se atreve a cruzarse en su camino, porque nadie conoce su verdadero rumbo, creo que ni ella. El cemento ardido de la galería es barro húmedo que con sus uñas llenas de distancias ara sin plantar semilla.

Todavía, Josefína, mi brava tortuga, no descubrí tus oídos. No están a la vista, y quién dice que deban estarlo. Sé que me escuchás a veces con agrado, porque volteas tu cabeza y se te dibuja una sonrisa blandita. Sé que tu caparazón está lleno de ecos, no sé como vino a mí esa certeza. Son anchas voces de otros tiempos, voces con matices sepia, voces de hombres y mujeres comunes que el viento borró de las fotos.  Esas charlas desvíadas, esos grumos de palabras, de a poco se tornan demasiado tuyos y los expulsás por las noches -yo te oigo, Josefina- en forma de aliento mudo.

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