la búsqueda
Mi abuela era loca, no era una cosa de locos, como algunos suelen decir... Cuando la iba a visitar a
los 8 me recibía con una armónica en la mano, estrellitas dibujadas con
marcador en los cachetes y la corbata amarilla de mi abuelo al cuello. No
soltaba la armónica por nada, ¿sabés? y cuando le decía algo que no le gustaba
la hacía sonar muy agudo. En cambio, cuando estaba de acuerdo con lo que decía,
soplaba fuerte los graves. Yo era chica y me parecía divertido. En el cole le contaba
a mis amigos que tenía una abuela música. Pero con el tiempo me dí cuenta que
mi abuela no hacía música, sino que hablaba con sonidos.
Es que la abuela no tenía opinión. Pero eso ya es más largo de explicar. En resumen, ella creía que la vida era una novela de detectives y misterios. Mi
abuelo leía muchas de esas, Sherlock, Agatha, ya ni me acuerdo. Pero se ve que
cuando mi abuelo murió a mi abuela le agarró por ese lado. Y empezó a decir que
había que investigar, que había que buscarla por todos lados, que la intentaban
esconder.
En ese tiempo yo iba mucho a lo de mi abuela así que empecé a ayudarla. La
abuela se ponía re contenta y me dibujaba las estrellitas en los cachetes y
buscaba algún corbatín viejo del abuelo porque las corbatas eran muy largas y
yo muy enana. Nos pasábamos toda la tarde revolviendo la casa, sacando la ropa
de los placares, vaciando la heladera de comida y volviéndola a llenar. La
buscábamos debajo de los sillones, entre las cortinas del living, atrás de los cuadros
del pasillo, en el inodoro del baño de initados, pero nada.
No sabía lo que buscábamos. La abuela casi no hablaba, iba y venía con
gran agilidad, muy concentrada y seria. No me trataba como un nieto, yo era más
bien su ayudante, su asistente. Me miraba fijo y me decía donde buscar, y yo
obedecía como una soldado. Me encantaba sentirme útil, responsable, partícipe de
una
misión. Porque lo que me gustaba era eso: la misión de buscar.
Un día que estábamos revolviendo el altillo sonó el timbre. La abuela
bajó corriendo y yo fui detrás de ella. Cuando llegamos a la puerta, se llevó un
dedo a la boca y me hizo un gesto para que me callar. Mientras la abuela
intentaba ver por el agujerito de la puerta, entreabrí la persiana y espié.
Había sido el chico del delivery de pizza que se había confundido, lo ví doblar
en la esquina con la motito. Pero cuando se
lo quise contar a mi abuela, esta
ya había salido corriendo a la calle.
No, la abuela ni había visto la motito, ni al chico, ni a la pizza. Para
ella la búsqueda que hacíamos en su casa tenía que seguir afuera. El timbre
había sido la última pista. Y empezó a correr mucho. La abuela empezó a trotar, bamboleando sus piernas grandotas y llevando las rodillas al cielo. Corría sin parar y sin sentido. Pasaban las cuadras
y no frenaba, y yo me empecé a cansar. Le grité un par de veces, pero no me escuchaba. Cuando corrió las dos últimas cuadras, me acordé que me había pedido
que le sostenga la armónica cuando sonó el timbre. La saqué y soplé fuerte, y al
fin escuchó. Pero cuando voltió la cabeza, se topó con una bici y se cayó al
piso. La alcancé agitado y con mucho miedo, pero cuando la intenté levantar, me
empujo y me dijo:
Seguí corriendo que ya casi la tenemos. Nunca te quedes quieta, ¡la verdad se mueve!
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