La muda
Lo hacía una vez por día, después de afeitarse. Frente al espejo todavía
empañado por el vapor de la ducha, cerraba la boca y apretaba un labio contra el otro con mucha fuerza. Quería escribir la historia de una mujer muda. Pero
decía que antes debía experimentarlo él en carne propia.
El ensayo duraba lo que tardaba el vapor en abandonar el vidrio y devolverle su imagen: un hombre grande, desnudo, cubierto de gotas, temblando, con la boca exageradamente cerrada, la lengua inmóvil, salivando a más no poder, pensando o no pensando. Así practicaba todas las mañanas ser ella por unos minutos.
Era poco tiempo y debía aguantar. Una vez me dijo que quiso intentarlo
durante todo un día, pero no se animó y prefirió ir de a poco. 5 minutos, quizás,
7 no más. Si no era demasiado angustiante y no lo soportaba.
A veces, intentaba distraerse limpiando la mugre en la rejilla con un
cepillo de dientes viejo. O abría y cerraba la canilla o acomodaba mis cremas y mis perfumes en los estantes. Al principio, yo lo tomaba con un juego sin importancia, hasta que un día lo vi pintarse una uña con la cara desencajada y los ojos hinchados, casi a punto de llorar. No sabía qué hacer para aguartarse el silencio. Ese día me di cuenta que lo de la muda no era un juego.
Soy un escritor que se está apagando y estoy viviendo la historia de mi última
historia, fue lo que me dijo cuando empezó el ritual de la muda. Por qué, le pregunte, por qué todo tiene que ser tan en serio. Pero sus respuestas nos respondían mis preguntas, eran más bien pensamientos que repetía en voz alta con la mirada perdida. Va a sufrir mucho, es lo único que decía. Y yo voy a sufrir mucho escribiendo su historia. Los dos vamos a callar y eso nos va
a doler muy adentro.
A mí me empezó a doler muy adentro, porque a medida que pasaban los días empecé a sentirme afuera. Afuera de ellos. De él y ella, de él y su personaje. Lo que más me molestaba era que hable en plural. Qué diga vamos a callar. Ellos dos, ellos juntos, porque era su historia y no la mía.
Le podría haber dicho que estaba muy celosa de su personaje y listo. Que
me molestaba que todas las mañanas se levante por ella y haga un sacrificio espantoso
para poder ponerse en su lugar. Qué bueno hubiese sido poder decirle basta,
escribí sobre otra cosa, algo que no te comprometa tanto, que no me comprometa
a mí. O sobre un mudo, sobre un hombre mudo. ¿Por qué tiene que ser una mujer tu
protagonista? ¿Por qué desde que escribís sobre ella tu computadora tiene clave
de seguridad? ¿Por qué cuando te pregunto no la describís físicamente? ¿Quién
es, cómo se llama la muda? ¿Por qué estás enmudeciendo como ella? Hubiese sido más fácil
haberle hecho todas esas preguntas, pero la muda también me contagió a mí y
abandoné la palabra y opté por la acción.
Esperé los ocho meses que tardó en terminar la novela en el más
contenido de los silencio. A la mañana, cuando sentía que se levantaba de la
cama me hacía la dormida o me despertaba más temprano, le dejaba el café hecho
en la cocina y me iba a pasear el perro. Ya no lo seguí, ni le pregunté más. A
propósito, lo dejaba solo haciendo su ritual. Lo dejaba a solas con la muda la
mayor parte del tiempo. Entonces llegó el día que me dijo: “Ya lo mandé a un
par de editoriales y quedaron en llamarme”. Ese era el día de la acción. Fui a un
teléfono público, llamé a casa y cambié la voz.
“Tu historia es genial, estamos dispuestos a pagarte el triple de lo que
te ofrecen en otras editoriales. Es una joya, quién te dice que algún día llegue a clásico.” Le dije lo que todo escritor sueña escuchar de un editor. Cada palabra inflamaba más su ego. Percibí su excitación
del otro lado del teléfono y me sentí cruel. Tartamudeaba y repetía embobado todo que sí. “Eso sí, nosotros tenemos algunas cláusulas de seguridad… por el bien de la historia,
por supuesto. Tenés que traernos el original y borrarlo de tu computadora,
nosotros lo guardamos en una caja fuerte y te damos la clave. Hoy hay mucho hacker, hay mucho
plagio.”
Y entró, no lo pensó mucho y obedeció. Estaba demasiado emocionado,
demasiado en shock. Tanto tiempo sufriendo con la muda había dado su frutos. Toda su vida
había soñado con que su última novela sea muy reconocida y lo vuelva un escritor famoso. En ese llamado no había hecho muchas preguntas, porque había
escuchado todo lo que siempre había querido escuchar. ¿Por qué desconfiar? ¿Por
qué no poner a salvo el texto original y borrarlo del disco rígido? Quién
hubiera pensado que yo lo compré, que yo compré a la muda para que él no la vuelva a ver nunca más.
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