El largo camino del pescado vedette

Crónica inédita de Valentín Trujilloescritor y periodista uruguayo
 del diario El Observadorpara la revista Quiroga


Leda está alistando. Tiene una musculosa roja y la mirada está fija en lo que están haciendo sus manos. Tiene las manos sucias hasta las muñecas de una pasta blancuzca que es la carne y la grasa del pescado que utiliza como carnada. Está usando lacha, pero eso depende de la circunstancia. Puede ser pescadilla u otra cosa. “Alistar” es colocar la carnada en cada uno de los 105 anzuelos que tiene un palangre, un aro de goma de medio metro de diámetro donde se enrolla la línea con los anzuelos.
18 de enero, 8 pm. En las manos de Leda, uno de las alistadoras del puerto de Punta del Este, comienza el largo camino de la brótola. El pescado más preciado de Punta del Este. El más sabroso. El más tierno. El más refinado. Y uno de los más caros.

Leda es un nombre de la mitología griega. Era una mujer de enorme belleza, y eso excitó a Zeus, el polimorfo, que la sedujo en forma de cisne. La fecundó en una sola noche y de uno de los huevos que puso Leda nació Helena, que luego provocaría de la guerra  de Troya. Leda como dadora de destinos, Leda como iniciadora de destinos. Ignoro si esta Leda sabe de la original, pero ella sin saberlo me inicia en un viaje. Porque los palangres que Leda alista son los que luego utilizará la barca pesquera Wadamar, donde me voy a embarcar en busca de una brótola.

La brótola es el pescado vedette de los menúes de los restoranes de Punta del Este. Se la encuentra labrada con letras góticas en las finas páginas de los mejores locales gastronómicos de la península, de La Barra, Manantiales y José Ignacio, esa conurbación que quienes llegan desde afuera llaman de forma genérica “Punta del Este”, ignorando de un plumazo cada una de sus particularidades. La brótola también está escrita con tiza o con marcador indeleble en los pizarrones fuera de los restoranes. Pero ese es el final del camino, los pórticos a los paladares. Para que las brótolas lleguen a los ávidos tenedores hay una ruta trazada por recorrer. De este trayecto tratará este artículo.  

Como la cadena de causas y consecuencias es infinita, como un juego irracional, elijo las manos de Leda, pero puede haber más puntos de partida. La necesidad del mercado, por ejemplo, que exige brótolas cada día y hace que María Viaño, una energética empresaria pesquera del puerto de Punta del Este mande la Wadamar en busca de las brótolas. La Wadamar era propiedad de María, dueña además de un puesto de venta de pescado en el puerto, pero hace algunos años se la vendió a su hijo, Claudio. Pero Claudio, el mayor de tres varones que trabajaron vinculados al mar, se cansó de la pesca y actualmente trabaja en una pizzería en Costa Rica.

Como la gente quiere brótola hay que ir a buscarla donde mora, en el fondo del océano. El mecanismo humano y económico mueve la situación y los personajes. Los pescadores salen a buscar brótola porque saben que toda la que recojan la tienen vendida.

Estoy parado en la escollera principal viendo a las manos de Leda que actúan como cangrejos automáticos. Cuando la mujer saca la mirada del palangre para contestarme una cifra las manos siguen moviéndose de manera exacta, sin dubitaciones. Cada dedo pone la carnada en cada anzuelo, sin error.
Marcelo Fernández, el patrón de la Wadamar, toma mate al lado mío y me mira mirar a Leda. Bajo la axila tiene un termo con un escudo de Nacional pegado, pero Marcelo, de quien me entero horas después de que le dicen Largui, es de Peñarol. Ceba igual y toma. El bolso de la tripulación es Ruben Domínguez, alias el Tierno. Los otros dos tripulantes son Edy Llama, a quien le dice el Indio, y Federico Hernández, Fede.
-Son 45 palangres como ese, con 105 anzuelos cada uno colocados cada dos metros.
Sorbe otro mate mientras yo intento hacer la multiplicación. Antes de que saque el resultado me dice, lacónico:
-Son como 10 kilómetros de línea.
Cae la tarde de un día muy caluroso de enero. El motor Perkins 6 Marine diesel de la Wadamar traquetea junto a la escollera. Los palangres y el resto de las artes de pesca ya están sobre la cubierta del barco, que no tiene más de ocho metros de largo. Por fuera está pintado del clásico color naranja herrumbre de los pesqueros. Encima de la cubierta, sobre la popa, tiene una pequeña cabina donde está el timón, los controles, el GPS, la sonda, los salvavidas, unas bengalas y un pequeño botiquín. En la proa tiene un ancla de hierro y una especie de diábolo enorme, llamado mirador, que sirve para ayudar a levantar las redes. Pero para pescar brótola, que es lo que tiene en mente la tripulación hoy, no se necesitan redes.

Se sale al atardecer porque se pesca de noche. El motivo no es la fuerza del sol, ni la frescura de trabajar de noche, sino culpa de las pescadillas. La pescadilla es un pez voraz de “agua media”, o sea que nada entre los cinco y los diez metros de profundidad. Y come todo lo que se cruce en su camino (como los turistas tras la brótola) y lo que más le duele a los pescadores: la carnada de los anzuelos, que brillan a la luz del sol, en aguas sorprendentemente cada vez más transparentes, según cuentan los pescadores.

Entonces, durante el día la pescadilla se come la carnada en el agua media y cuando los anzuelos llegan al fondo, a los 20 metros de profundidad donde vive la brótola, están vacíos y los peces tan preciados no pican. De noche, la pescadilla no ve el brillo del anzuelo y casi no se entera que frente a sus narices pasa una larga línea de kilómetros de carnada que cae hacia el lecho del océano en busca del pez de carne más tierna y delicada de todos.

Esto determina que el horario de trabajo de los pescadores comience sobre el atardecer y se extienda por casi doce horas, hasta el regreso a puerto la mañana siguiente, luego de haber navegado hacia los pesqueros y haber regresado con o sin una buena faena.

Urophycis cirrata es el nombre científico de este tipo de brótola, una especie que se encuentra en aguas del Atlántico desde el sur de Estados Unidos hasta la ancha boca del Río de la Plata. Es un pez actinopterigio, del orden de los gadiformes. Presenta a cada lado del cuerpo dos pequeños aletas con las que se impulsa, una larga aleta sobre el lomo y dos bigotes que le salen desde debajo de la boca. El color del lomo es amarronado y brillante, y la panza es blancuzca. La aleta de la cola es como un pequeño abanico redondeado.

La palabra “brótola” tiene una etimología menos objetiva y más. Por un lado, hay quienes  arguyen que deriva de una palabra griega que significa “suavidad”, por su carne, mientras otros afirman que proviene del latín “merutula”, que era una especie de mújol, un pez del Mediterráneo. Como sea, se nombra desde hace miles de años, incluso antes de que la palabra cruzara el océano para denominar al objeto de nuestra pequeña odisea nocturna una rara noche de enero en que el viento es casi inexistente. En este inicio de 2014 son pocos los días que permiten salir a los pescadores artesanales. Por lo tanto se da la complicada situación de que no hay pesca. La cadena se rompe. Nuevas causas y consecuencias: viento en exceso, las barcas no salen, no se pesca y nadie come brótola. Algunos restoranes pintan en los pizarrones exteriores que hay brótola fresca. Es mentira. Es pescado congelado que llega desde países tan lejanos como Puerto Rico y Vietnam, que algunos vivos hacen pasar por brótola. Pero basta miran el color y la textura de ese pescado para darse cuenta de que no lo es.

Si Leda preparó los palangres para salir a pescar, entonces podemos decir que Eolo, dios griego de los vientos, se fue a dormir y dejó de soplar sobre Punta del Este. La península está inmóvil desde Boca Chica, la entrada más pequeña a la bahía de Maldonado de los dos que genera la isla de Gorriti. Miro el faro, que todavía no guiña su ojo tuerto pero pronto lo hará, el edificio Lafayette, el primero de los más altos de la península, la rambla de circunvalación, donde la gente mira la urna del horizonte donde el sol está a punto de ingresar. Si hay aplausos a la puesta, no se escuchan desde la Wadamar, que ronronea por sobre la superficie líquida que se oscurece como un abejorro rezongón.  

El rumbo lo marca el GPS. Antes se usaban las llamadas “referencias de tierra”. Una casa, una calle, una torre, un edificio y las proyecciones de líneas imaginarias hacia el mar marcaban puntos invisibles donde los pescadores trazaban un mapa de los pesqueros más rentables. Pero la tecnología también llegó a la pesca. Aprovechando que en la pequeña pantalla del GPS de la Wadamar hay un rumbo marcado, el Tierno, un hombre de 50 y largos canoso como una foto de Hemingway, timonea con mano memoriosa. La noche anterior había salido y habían vuelto a puerto con una carga más que aceptable: 12 cajas de brótola.  
Esta noche quieren repetir. El barco avanza en el océano ya negro, que refleja las mil luces de los apartamentos de la playa Brava de Punta del Este como noctilucas de disfraz.

Así como cayó el sol, desde el lado opuesto del horizonte sombrío surge un círculo rojizo, que trepa por sobre las nubes que se arremolinan detrás de la isla de Lobos, que marca con su faro su posición. El círculo es la luna. Nunca la había visto tan roja.

 Dos horas le llevó a la Wadamar llegar hasta el punto que indica la pantalla. En ese lapso la luna mutó su tonalidad a un naranja intenso, y luego pasó a un dorado de champaña y después a un amarillo pálido para desembocar en el blanco puro que conocemos de siempre.  El falta apenas un filo para ser llena.
Los cuatro pescadores fuman y piensan. Ven otros barcos que ya calaron y están en la espera de la pesca. “Calar” es uno de los puntos fundamentales del proceso e implica una maniobra de tirar las líneas al agua, con el barco en movimiento.

El calado se realiza colocando primera una boya de espumaplast con una luz roja intermitente que queda flotando sobre la superficie indicando el inicio de la línea.  A partir de ahí, Fede toma en sus manos el primer palangre y lo ata a un pedazo de durmiente de hierro, que por su peso la hace bajar. A partir de que el hierro cae el agua, la línea de anzuelo (una fina cuerda de plástica verde) también va al agua desarmando el prolijo palangre que habían armado las manos de Leda. Antes de que se termine el primer palangre, Marcelo ya lo ató al segundo, para que enganchen y la línea tenga continuidad. Lo mismo pasa con el tercero y así sucesivamente con los 45. Cada cinco palangres va otro trozo de hierro, para que los anzuelos bajen lo suficiente. ¿Cuánto es eso? El Tierno, que no ha soltado el timón, controla que la Wadamar esté calando en un sendero de profundidad de entre los 19 y 20 metros, donde la noche anterior tuvieron una buena cosecha de brótolas.
  
Como la línea es tan larga y hay otros barcos pescando en la vuelta, de forma inevitable las largas hileras de anzuelos se cruzan, unas sobre otras. Según Marcelo, en la media hora que demora el calado, a una distancia de cuatro kilómetros de la costa, entre la Boya Petrolera y José Ignacio, la Wadamar pasó por encima de otras dos líneas. Si se atraviesan esas líneas en forma perpendicular y se trabaja con responsabilidad al momento de levantar las líneas, no habría problemas. Pero si no es así, se llegan a armar “galletas” kilométricas y los barcos deben volver apareados al puerto para arreglar el desastre.
Luego del calado viene la espera. La luna ya está en su plenitud e ilumina más el mar que las tenues lucecitas de la costa. Los motores se apagan y los pescadores dejan sus puestos y su actitud corporal de atención. Reciben llamadas de sus parejas y de sus esposas. Hacen llamadas. Vuelven a fumar. Toman mate o cenan. Conversan. Se hacen chistes. Putean y se ríen como un grupo de amigos. Alguno se va a dormir a una bodeguita bajo la cabina y muy cercana al motor, que es como una pequeña cámara llena de olor a gasoil. Hay unas dos horas por delante, para dejar tiempo a que las brótolas literalmente muerdan el anzuelo. La Wadamar se balancea al ritmo suave de las olas. No hay viento, apenas una brisa, y en la calma de la noche tibia, los hombres  pueden contar sus historias.

Los pescadores de la Wadamar son todos de La Paloma, de familias vinculadas a la pesca, y en diferentes generaciones se fueron viniendo a Punta del Este por un factor económico. Aquí María Viaño les paga 70 pesos el kilo de brótola, mientras en Rocha se paga entre 30 y 40 pesos. Marcelo, pelado y de 39 años, vive en Piriápolis con su madre. Trabajó en chalanas en Rocha, se embarcó en grandes pesqueros en Brasil y en aguas internacionales, vio olas gigantes en alta mar. Está separado y tiene una hija en La Paloma. Con Fede son compinches de salidas nocturnas. Van a bares de la periferia de Maldonado, como Lo de Juana, donde se pasan horas y horas charlando y tomando cerveza.  

-A nosotros nos gusta tomar. Si andamos con ganas, capaz que entre tres nos bajamos tres casilleros –dice entre risas Marcelo e intenta despejar la fama sobre los cuentos mentirosos de los pescadores.- Es verdad, tomamos como doce cada uno.  
El Indio es imberbe y tiene cara de niño a pesar de sus 30 años. No está casada y también tiene una hija. El Tierno tiene 57 años y toda una historia detrás. María Viaño lo define como “de la vieja escuela”. Estuvo casado tres veces, con tres divorcios. Ahora está de nuevo en pareja con una mujer que lo llama en la quietud de la madrugada, mientras la Wadamar recala. Vive en el barrio El Molino, de Maldonado. El celular le suena mientras está comiendo una torta de fiambre (el Tierno, como sus compañeros, si puede evita comer pescado) pero como está hablando conmigo no lo escucha.
-Teléfono, cuñado – le grita Fede desde la popa. Todo el tiempo se llaman en broma “cuñado” unos a otros.

El Tierno habla un rato, la despide con besos y vuelve a su cena. Le dicen Tierno porque comenzó a trabajar de chiquilín y le quedó el apodo. Una de sus mujeres era brasilera. Se embarcó en un pesquero que recaló en el puerto de Itajaí, en Santa Catarina, y mientras estuvo en tierra se enganchó con una mujer.  La historia iba bien pero tuvo problemas con los hijos de ella de otro matrimonio y las cosas se complicaron. Tras un par de años afuera, el Tierno volvió a Punta del Este. A que las brótolas lo ayuden a salir adelante.
Luego de dos horas en que la Wadamar, a pesar de la calma, se movió como cáscara de nuez sobre el océano, los hombres deciden emprender con el levante de la larga línea, que se hace de manera totalmente artesanal, a mano. Hay que retornar por el mismo sendero pero en sentido inverso. Un hombre se coloca sobre el costado de la borda y comienza a tirar de la línea de forma alternativa con el brazo izquierdo y con el derecho y quita los pescados de los anzuelos cuando estos afloran del agua, mientras otro se ubica hacia popa y va recogiendo la cuerda y va enrollándola de nuevo. El primer par lo conforman Marcelo y Fede, mientras el Tierno timonea.

Todo el trabajo se concentra en los hombros. Los pescadores, con unos delantales de plástico amarillos que les quedan un poco bombachudos, inician la faena con la esperanza de una buena pesca.  Marcelo levanta y levanta la línea como una máquina, cuidando de no tomar con sus manos los anzuelos donde no hay pique. (Más tarde me mostrará la palma de la mano tallada con cicatrices de anzuelos).  

Los primeros palangres salen vacíos, augurios iniciales de una noche que pinta complicada. Marcelo levanta y levanta, y el silencio del mar lo corta la línea que sale del fondo del océano. Pero de pronto, desde un par de metros antes de que llegue a la superficie, se ve algo blancuzco que sube. Los brazos se apuran, la forma toma cuerpo en un pez que ahora es pescado: es la primera brótola. No hay palabras ni expresión de júbilo. Con un movimiento rápido Marcelo la tira sobre la cubierta. El pescado, con la piel húmeda y resbalosa, rebota y queda contra un rincón. Es un ejemplar no muy grande (unos 40 centímetros), que enseguida abre sus agallas en gesto reflejo y su boca queda congelada en un grito mudo.  

El levante continúa con el mismo ritmo: los hombres se van turnando en cada uno de los puestos y las brótolas van saliendo enganchadas a los anzuelos, de forma intermitente. Los pescadores hacen muecas de desconfianza. Parece que la noche no será como la anterior.

El levante dura tres horas y en ese lapso, además de brótolas, salen pescadillas, pargos y cazones. También algún congrio, que no se levanta y se tira. Uno de los problemas que tienen los pescadores es la presencia de lobos marinos de la cercana colonia de la Isla de Lobos (donde habitan unos 300.000), que se comen las brótolas en el momento del levante. Hay algunos pescadores que van armados con rifle y le disparan a los lobos. Si bien no es legal hacer esto, en lo oscuro de la noche líquida hombres y lobos pelean con sus armas por el pescado.

Luego de un enorme esfuerzo físico de la tripulación de la Wadamar recoge esa noche seis cajas de brótola. Cada caja lleva unos 24 pescados. No fue una gran noche de pesca y en broma me acusan de haber sido yeta. “Marinero nuevo, capote…”, dice el dicho en el puerto. Pero por lo menos les va a dar para recuperar los gastos de haber salido. María Viaño explica que cada salida de la Wadamar (o de su otro barco, la Piruleta) cuesta unos siete mil pesos, entre gasoil, carnada y alistada de palangre (cada alistada se paga $105 por palangre). “Para recuperar ese costo inicial debe llenar 5 o 6 cajas de 24 kilos de brótola: a veces sucede y a veces no”, dice María.  

Luego de que acomodan las cajas de pescado sobre la cubierta, ya con las primeras luces del día, los hombres se van a costar a la pequeña bodega. Menos Marcelo, que fuma en silencio y timonea con calma la Wadamar de regreso al puerto de Punta del Este. Son otras dos horas, porque la Wadamar tiene una velocidad de siete nudos por hora (o sea 14 kilómetros por hora), llenas de meditación bajo el ronroneo monótono y budista del motor gasolero.

Cuando llegamos, sobre las siete de la mañana, el ruido de los boliches del puerto excita a los pescadores, que medio en broma, medio en serio, evalúan la posibilidad de irse de juerga. Desde la escollera principal, algunas parejitas de jóvenes tomamos de la mano o abrazados, tienen los ojos abiertos y cansados, como las brótolas dentro de las cajas.

La gente de María Viaño coloca hielo dentro de las cajas del pescado que acaba de arribar. El sol sube en el cielo y hace subir la temperatura. Un rato después llega Juan Carlos, el filetero particular de María Viaño. Su tarea en la cadena productiva es cortar los pescados y separar los filetes de pulpa de los costados del resto de la brótola. Juan Carlos tiene 59 años y un pequeño cigarrillo que parece haber estado ahí desde hace mucho tiempo. Toda su vida la pasó en la pesca, pero solo desde hace tres años le filetea para María.
 Tiene un guante de metal en una mano y la otra libre. Corta las brótolas encima de una mesa bajo una sombrilla (el sol ya pega fuerte)  en la escollera principal del puerto. Sobre la tabla donde filetea cae agua de una canilla. Con un corte rápido y preciso, Juan Carlos abre la brótola y le saca las tripas, que van a parar una caja bajo sus pies. Con otro corte sobre una de las branquias le saca el espinazo. Divide la brótola en dos. Con una incisión sobre la cola separa la piel de un tirón y entonces aflora un filete de carne blancuzca y brillante, exuberante de frescura. Así con cada ejemplar. Los filetes se van amontonando mientras la gente que pasea por el puerto aprecia el espectáculo de Juan Carlos en plena labor.

De la escollera al puesto de María Viaño hay unos 30 metros. Allí se vende el pescado al público. Pero además, María alimenta el mercado gastronómico de Punta del Este, porque le vende brótola a varios restoranes: El Tonel, Puravida, Picos Altos, al parador del I’Marangatú,  entre otros.  

María tiene 52 años y está trabaja en el mar desde 1988. De joven, primero fue buza y sacaba mejillones. Empezó a pescar entre 1992 y 1993. Las fechas exactas se le confunden entre tanta ola, tanto barco, tanta sal y escama entre los dedos. Después se separó del padre de sus tres hijos varones y tenía una chalana para pescar. Luego varias épocas de dificultades, hace cuatro años le vendió la Wadamar a su hijo Claudio, el más grande. Antes de irse a Costa Rica, le dijo a María: “Mamá, vendé todo”. “Porque la cosa no funcionaba”, explica María. Eso fue hace cuatro años. El hijo está en Centroamérica pero la madre sigue con su destino atado a las escolleras del puerto.

Ella alquila una casa en el barrio de Pinares, donde vive con su pareja, que la ayuda en el puesto. María se compró un terreno en La Capuera (un barrio muy alejado de Maldonado, pasando Portezuelo y la base militar, donde se formó un gran asentamiento), y en algún momento piensa construirse una casa ahí.
Su familia, sus tres hijos, orbitan u orbitaron en torno a ella y al puerto. Nicolás, el más chico, entrega pescado a domicilio y en invierno trabaja en la construcción. Cristián, el del medio), trabaja en un barco que asiste a los cruceros que llegan a Punta del Este.

“Es que no está dando la pesca”, dice María. “Si no pagás los impuestos y no estás al día con el BPS no podés vender los barcos y salirte”, agrega mientras da una pitada profunda a su cigarrillo. Por esto, puso la Piruleta está a la venta. Es un barco con motor Perkins 6 marino, a gasoil, y su valor es 45.000 dólares, lo que incluye artes de pesca, motor, instrumentos (radio, sonda, GPS y carta marina).

La base de la venta de la brótola es la frescura. Como es un pescado que no se puede congelar a lo único que se puede atinar para que no se ponga feo es a echarle hielo. Según María, con hielo aguanta tres días, pero la misma brótola es tan delicada que delata el paso del tiempo: la carne pierde el vigor inicial, el color rosáceo se vuelve gris y más quebradizo, y el sabor también cambia.

Uno de los principales compradores de la brótola de María es el restorán El Tonel del Puerto. Hermano menor de El Tonel de la calle 30, este local ubicado frente al muellecito de Mailhos, sobre la rambla de circunvalación de la península, y desde sus mesas se ve la bahía de Maldonado y los veleros y yates del puerto. Su dueño es Daniel Coimbra, un empresario que antes se dedicó al comercio del cuero y que en el complicado 2002 se lanzó al negocio gastronómico. Esta temporada abrió la sucursal del primer restorán e hizo una apuesta grande.  

Conoce a María Viaño desde que ambos llevaban a sus hijos a La Virgen Niña de Punta del Este, el único colegio católico de la península. La Virgen Niña funcionó y funciona como una institución que reúne a las familias que viven todo el año en la península, más allá de su condición socioeconómica.  

La brótola va de la escollera al restorán. Allí la espera el chef Carlos Guerra. Oriundo de la ciudad de Young, donde nació hace 38 años, pero criado desde muy pequeño en Maldonado, Guerra reconoce que la garantía para que la brótola se deshaga en el paladar de los comensales es la frescura.  Para explotar todo su sabor, Guerra, enfundado en una casaca de tela blanca, pantalón negro faena, crocs en los pies y la cabeza coronada con un pañuelo de tela blanco, prepara la brótola a la plancha, grillada. Guerra potencia el pescado con acompañamiento de salsas: de manteca negra a “punto de humo” (con alcaparras y pimienta), a la vasca (con ajo morrón rojo y verde, granos de pimienta, laurel y algún toque secreto), e incluso con una nota fruto de su invención: la “Mailhos” (con salsa de queso parmesano, puerros y vieiras).  

Para llegar a este refinamiento carreteó en diversas cocinas. También tuvo que forjarse su camino. Empezó a los 14 años como lavandín en el Viejo Martín de Piriápolis. Antes de saber siquiera que serviría elegantes brótolas doradas por el aceite de oliva y la plancha, trabajó en una pizzería de Pan de Azúcar. Después llegó a las grandes ligas de la península: cocinó en Lo de Tere, en Blue Cheese, en Isidora y en Il Baretto. También estuvo en la cocina de un restorán de Porto Alegre. En el medio estudió en Gato Dumas de Montevideo. Hace 19 años nació su primera hija y hace dos la segunda. Vive en Maldonado con su esposa, que es croupier del Hotel Conrad.

Pero ahora Carlos Guerra prepara una brótola “a la maitre d’hotel”: manteca, crema de leche, jugo de limón, hierbas y una guarnición de papas al natural. Le piden que lo haga sin sal. Un chorro de aceite de oliva cae sobre la plancha, el filete cae sobre la plancha, una gota de sudor resbala sobre la frente de Carlos. Para todo lo que tuvo que recorrer desde el fondo del océano frente a José Ignacio a casi 30 kilómetros de esta cocina, la cocción en la plancha es rápida. El efecto del fuego dora la carne tierna de la brótola. El plato de cerámica blanca espera ya con las papas. La brótola estaciona con la salsa encima y el plato sale de la cocina de Guerra.

Mari Carmen espera. Está acostumbrada al tiempo. Tiene 88 largos años y veranea en Punta del Este “desde que todo el barrio Pinares era la estancia del doctor Etcheverry”. En esa estancia aprendió a andar a caballo. Frente a los mismos ojos que ahora contemplan el plato que acaba de llegar a su mesa Mari Carmen vio crecer a Punta del Este a lo largo de las décadas, vio remontar edificios, vio amontonarse los chalets como hongos bajo los pinos, vio mil días y noches de verano, como este que vive hoy.

En la mesa junto a ella están Colette Gadioux, una ex eurodiputada francesa del Partido Socialista que estuvo en el Parlamento de la Unión Europea en la década del 80 y asidua visitante de Punta del Este, y Victoria F. de Lago, una señora de 96 años, madre del ex secretario del presidente Jorge Batlle, Raúl Lago. Las tres son muy amigas y comparten juntas buena parte del verano, una temporada que para ellas empieza a comienzos de diciembre y termina en marzo, al modo de los antiguos veranos de Punta del Este. Como si siguieran viviendo dentro de una época que ya se fue y la que se aferran por el contacto mutuo. Mari Carmen se llama María Carmen Lorenzo de Pou. Es una clienta habitual de El Tonel y siempre lleva amigas a comer pescado.

Desde hace muchos años que Maricarmen come brótola. Como si fuera una hostia de pescado, su relación con la brótola la une con su difunto esposo, Aarón Pou, periodista del diario El Día, que se embarcó en un barco pesquero y una vez pasó 15 días varado en la Isla de Lobos para escribir una crónica de la faena del antiguo Servicio de Oceanográfia y Pesca, más conocido por su sigla SOYP, un ente público que se dedicaba a la venta de pieles de lobos marinos para exportar. Desde hace años que vive sola en su apartamento del edificio Santos Dumont, a pesar de las insistencia de sus hijos para que se mude a Montevideo. La brótola es otra forma de aferrarse a la península. Con los Coimbra ha creado una especie de segunda familia. En invierno teje con Vivián, la esposa de Daniel, y es muy compinche de Nadia, la hija del dueño de El Tonel.

-Comer brótola es nuestra forma de sobrevivir en Punta del Este –dice con una sonrisa.

La brótola “a la maitre d’hotel” cuesta 460 pesos en El Tonel del Puerto. Si el camino de la brótola es geográfico y físico, también es económico. Desde aquellos 70 pesos el kilo de brótola que les pagan a los pescadores (donde ya están incluidas las manos de los alistadores), un montón de manos se han superpuesto en el trayecto para que Mari Carmen dé su primer bocado, en un rápido efecto rewind: las manos del mozo, que trae la bandeja, las manos de Carlos Guerra, con la espumadera depositando la brótola en el plato, las de un hijo de María llevando el pescado a El Tonel del Puerto, las de María, pagándole a sus pescadores, las de Juan Carlos, fileteando bajo una canilla en la escollera, las del Tierno, piloteando el timón de la Wadamar, las de Marcelo, Fede y el Indio, primero aprisionando un pucho y luego trayendo la línea de anzuelos a la superficie. La cadena vuelve a empezar por donde termina, o al revés, porque si el clima lo permite, mañana los dedos de Leda de nuevo recorrerán los bordes de los palangres como arañas sucias que en vez de poner huevos pondrán anzuelos, en busca de las próximas brótolas.

Ahora es otra mano la protagonista: la de Mari Carmen, que va hacia el tenedor brillante. El tenedor vacilante corta un trozo de brótola. El tenedor va a la boca. Se esconde un instante. Sale vacío. Solo el tenedor limpio, porque la brótola llegó a destino. Mari Carmen mastica, saborea, sonríe. El pescado vedette comienza a  bailar en el paladar.  



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