Saqueo

Marta fue parte del saqueo. El martes a la mañana tomaba mate en la cocina cuando su sobrino Iván le dijo que prendiera la tele, que estaban saqueando el chino de la esquina. “Vamos”, también le dijo. Iván está cansado de changuear y que no le alcance.

José, el esposo de Marta, cumplía años esa noche, y a ella no alcanzaba para el regalo. Marta pensó en cuanto le gustaría a José una botella de un buen vino, de esos que toma su patrón.

Iván se envolvió la cara con un pañuelo. Marta solo se sacó el delantal de cocina y se enjuagó las manos. Caminaron en silencio por la calle, Él mirando al piso, ella con la mirada en los recuerdos.

Se acordó de la primer cita con José, en el bar de Julio. Una cerveza con maní húmedo. Mientras hacía barquitos con las servilletas, José le había contado que no conocía el mar, que su sueño era cruzar el océano, dar la vuelta al mundo, como Verne. Marta había ido a lo de sus primas a hacerse rulos en el pelo y a que la maquillen. Hacía mucho que esperaba la invitación de José. Ese día se besaron en la esquina del bar y caminaron de la mano hasta la casa de Marta. Desde ese día nunca más se separaron.

“Tía tapate, te van a reconocer”, le dijo Ivan mientras buscaba un palo entre unos escombros. Pero ella lo miró y no dijo nada. Cuando llegaron al mercado Marta se acordó de cuando Ivan de chiquito pisaba los hormigueros. Las hormigas se ponian como locas, entraban y salían entre los túneles diminutos, escapaban con hojitas a cuestas, se cargaban unas a otras. Ahora Marta veía la misma imagen. Así sucedía el saqueo en el mercado.

Entraron y pactaron encontrarse en 5 en la puerta. Ella tenía miedo. Él, parecía que no. Iván fue para la heladera con carnes. Marta, a la góndola de los vinos. Recorrió con el dedo los precios y se freno en el más caro. Leyó la etiqueta en voz baja, sonaba importante. Lo tomó por el cuello y lo guardo entre sus brazos.

De golpe la gente empezó a correr en una sola dirección. La cana, la cana. El caos se encrudeció, la mercadería caía al piso como si estuviese pasando un terremoto. Todos corrían como cegados, gritandose de una punta a la otra, agarrando a más no poder. Agarrando lo que ya no cupía en sus manos. Marta se paralizó, escucho la sirena de la policía. Vio nenitos caerse al piso y madres levantalos de los pelos. Vio ojos extraviados, venas en cuellos hincharse, vio a su vecina golpearse contra su changuito y seguir corriendo.

Tia!!!!!!!!

Iván desde la puerta le gritaba, mientras agitaba el pañuelo que antes llevaba en la cara. Le gritaba con todas sus fuerzas que vamos, que se apure. Marta empezó a correr, hacía mucho que no corría. Que sus piernas no cobraban velocidad, que su piel no se bamboleaba de un lado a otro conteniendo a sus músculos que se empezaban a endurecer.

Pero no podía ir más fuerte. No podía esquivar a tantas personas. No podía frenar. Cuando estaba llegando a la puerta de vidrio, Marta pisó una lata de arvejas y cayó hacia adelante. Lo siguiente fue puro efecto dominó. El vino partió el ventanal de vidrio del supermercado, que al estallar cortó su arteria femoral en la pierna izquierda. En diez minutos, Marta se desangró y murió.


La gente nunca dejó de correr y gritar. En el piso empezó a crecer un gran charco rojo y violáceo. Lo último que se lo oyó decir a la mujer fue: “Iván, esta noche, saludá al viejo de mi parte.”

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