“When you come right down to it, the secret of having it all is loving it all”


Hace tiempo que no escribo. Que no me relajo, estiro y desperezo sobre una hoja de papel. Se ve que hace tiempo me vengo escapando de mi misma. De lo que hay dentro de mi, que esta a punto de estallar. Si. Escribir es catarsis para mi alma. Cuando escribo, escribe mi yo interno, mi sentir, mi ser autentico. Por eso me da placer y miedo. Por eso me cuesta encontrar (me) el momento idóneo para sentarme a tipiar o a garabatear tinta en un papel

… Es tan liberador. Tan catártico y terapéutico… Necesito vaciarme y este es el sitio. Necesito purificarme, desintoxicarme y abrir mi cráneo en dos. Dejar salir el vapor hirviendo. Solo así es como mis ideas pueden re-encausarse, y no comenzar a chocarse entre si, provocando un caos. Eso es. Mi cabeza si no escribo es un caos. Precisa aire fresco y puro, bajar la temperatura, el punto de ebullición, lograr el equilibrio. La escritura es luz, claridad. Por mas que las ideas se plasmen al papel es completo desorden, con fallas y ruidos, es así de la única manera que adentro del la cabeza se calmen, enmudezcan, se enfríen, y congelen. Solo en esa estaticidad helada puedo verlas, analizarlas y desmenuzarlas con sumo detalle. Las entiendo y reelaboro, las mejoro y riego, y así ellas solas, por su propia naturaleza, florecen. Es de algún modo, un germinador de ideas, el escribir para mí.

Pero luego de este prologo, que en el fondo siento que estoy dando vueltas para no decir (me) que me pasa, desearía poder comenzar a supurar…

Quisiera estar bajo un árbol. Un nogal o un jacarandá. Recostada y en silencio. Más que escuchando, dejándome invadir por susurro del viento, que entona a capella un himno al vivir. Que a mi alrededor no haya absolutamente nada. Solo naturaleza. Que un cielo omnisciente, cobrizo y miel me tueste la piel, inocuo y paciente. Que el pasto sea amable y abrazador y que la sombra del árbol sea mi único refugio. La brisa es muy tímida pero desde su indescifrable carácter me acaricia el pelo, y refresca mis gestos. En ese estadio estupefaciente del alma, mi mente se mantiene potencialmente pasiva. Nada la turba ni conmueve. Por que la naturaleza, arrasadora, la dejo atónita. Le quito la sensibilidad ante lo artificial y efímero. La volvió permeable a la simpleza y el rocío. Le dejo un hambre voraz de cosas eternas. La vida vibrante y provocativa que me rodea, me roba el aliento. Solo en esa micro décima de segundo soy conciente que soy yo lo finito y quieto del planeta y es la grandeza de la Madre la que esta en constante cambio versátil. Que minúsculo es el silbido de mis exhalaciones en comparación con el abrumador grito de una catarata. Que imperceptible se torna la voz humana, al lado del soberbio eco de un vendaval. Sin embargo, luego de un rato de dubitativa reflexión, caigo en la cuenta que… como decirlo… Existe algo más grande que la monstruosidad de la naturaleza, algo que al ser intangible, tal vez a simple vista parezca pequeño. Algo que no se encuentra en el afuera, sino en el interior… Es tan inabarcable que no existe sustantivo idóneo para rotularlo, rejas capaces de aprisionarlo, océanos suficientes para extinguirlo. Quema, arde, ilumina. Ablanda, hidrata y transforma. Debilita y fortalece a la vez. Abre puertas, cajones, candados y mentes. Cura, sana y zurce. Renueva, mata y revive. Es el amor.

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