Bartolo/me cautiva
Cada tanto veo a Bartolomé, sentado sobre el marco de la ventana, observándome con una mirada inexpresiva y sutil. Su postura me llama mucho la atención: parece que fuese de porcelana china. A eso de las seis de la tarde, puedo escuchar su respiración, que con los años se convirtió en un lejano ronquido de abuelo. Nunca se mueve, siempre está tieso, pensativo, hasta pareciera concentrado en alguna teoría metafísica de la existencia… como si tratara de persuadirme, no sé bien de qué… Su presencia me es punzante.
La última vez que lo vi fue el martes pasado. Estaba sentada en mi escritorio terminando un ensayo, cuando de repente apareció. No hizo falta quitar los ojos del papel, sabía que estaba allí. En ese preciso instante, mis músculos se tensaron y mi corazón cobró el ritmo del galope de un potro indomable. Fue inútil intentar continuar con lo que estaba haciendo. Todos mis sentidos estaban puestos en él. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y supe que debía mirarlo. Eso era lo que él quería: que lo mirara, que él fuese el centro mi atención. Cedí pues ante sus deseos: levanté sumisa la cabeza y expuse mis ojos a su mirada implacable.
-Aquí me tienes, pensé.
Y fue entonces cuando todo se desató. Una intensa conexión se forjó entre los dos espontáneamente. De forma estrepitosa, sentí que caía al vacío, al abismo de sus ojos ámbar. Todo perdió nitidez, el tiempo se había trasformado en una viscosa sustancia, que avanzaba con una lentitud insoportable –si es que avanzaba. Una extraña fuerza me ataba a sus pupilas, haciéndome prisionera, cautiva. Percibí una leve sonrisa en su rostro, la cual potenció mi ira y me generó cierta repulsión. No obstante, nada me decía su mirada. O lo que es peor aún, me decía nada y todo a la vez. Porque eso era lo desgarrante: no poder decodificar su mensaje. Mi cabeza se había convertido en un remolino feroz, en un tifón oceánico. Miles de sensaciones, imágenes, recuerdos giraban como un lavarropas a su máxima potencia centrifuga. Era imposible detenerse a pensar o intentar entender. Bartolomé me asfixiaba, me tenía sumergida en una violenta regresión al pasado contra mi voluntad. Y para colmo de males, un intermitente sonido horadaba mis nervios.
-¡Basta! ¡No lo resisto!, gritaba para mis adentros.
Pero a la vez, me daba cuenta de que era inútil. Nada podía hacer para librarme. Como si estuviera parada sobre arenas movedizas, cuanto más me alteraba, más esclava me volvía. Era cuestión de enmudecer. Pero no me refiero al simple hecho de no hablar, porque de hecho, mis cuerdas vocales estaban petrificadas. Enmudecer en otro sentido. Callar mi mente, que estaba a quinientas revoluciones por segundo.
-Silencio, calma, silencio, calma..., me repetía incesantemente.
No había caso. Bartolomé estaba obsesionado, empecinado en vaya saber qué conmigo. Pero lo estaba. Su aparente serenidad era soberbia. Se había generado un campo cuasi-magnético entre nosotros y deseaba con todas mis ansias huir, escaparme, como cuando de pequeña corría desesperada a la habitación de mis padres aterrorizada por una pesadilla. Esa misma sensación y ese sudor helado se hacían presentes otra vez, cuando de repente...
-¡Laura, a comer! ¡Hace una hora que te estoy llamando a los gritos! Mi mamá se asomó tras la puerta. –¿Otra vez pensando en el gatito que atropellaste con el auto?
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