Crónicas de viaje en bondi

La gloria


Cada vez que viajo en colectivo
Espero mientras pienso
Freno –y me siento omnipotente
saludo a un hombre
pido una tarifa de boleto
e intento sentarme.


Si lo logro, abro la ventana o la abro un poco más si ya está abierta. Lo suficiente para refrescarme y no molestar a los otros viajantes.



Miro los primeros minutos por la ventana sin mirar, como disimulando. Siempre da cierto pudor ser el "nuevo".


Luego empiezo a analizar a los otros pasajeros. Miro rostros, miro manos, miro posturas. Bolsillos, medias, barbas y anteojos. Imagino sus nombres, sus destinos, sus preocupaciones.


Juego a adivinar sus paradas. Hay perfiles exactos, hay gente que se corresponde con su parada inevitablemente.




Una vez que sé quien viaja conmigo –que me integro al grupo viajante-, apoyo la vista en la calle que va quedando atrás, activo una especie de modo piloto y pienso.

Pienso sin abrazar mucho lo que pienso. Es más bien un pensar desaprendido. Un pensar liberal como esos amantes que casi no se tocan o que después de un encuentro no se ven nunca más.


De vez en cuando, un cartel de neón o una gigantografía en una medianera fijan alguna palabra en mi flujo correntoso de pensamientos. Esto hace las veces de un ancla. Entonces, me alento, desmenuzo y empiezo a dialogar con una voz que está dentro mio pero no es mía, y no siempre es la misma.




Las cuadras previas a mi parada son tremendamente dolorosas. Me doy cuenta que estoy llegando porque todo se torna familiar: los locales de ropa, los kioscos, los porteros fumando en las puertas de los edificios, los vendedores ambulantes y esas personas que siempre están. No hay duda que es acá, pienso. Y el colectivo pareciera acelerar la velocidad y mi mirada como un par de brazos intenta sostenerse de las esquinas para aletargar la llegada.


Duele mucho abandonar esa ventana, tener que ceder ese asiento que calenté por tanto tiempo, ser consciente que nunca más compartiré un viaje con esas personas.




Me paro, caminó lento hacia la puerta –siempre es mejor si otro es el que toca el botón-, miró de reojo a mis efímeros compañeros de viaje. Casi imperceptibles, siento sus miradas y la ínfima pena que les da mi partida. La puerta se pliega, me sostengo de las manijas y salto como lanzándome al vacío. Quizás, haya algo de verdad en esa sensación: afuera todo es vacío en movimiento. La vorágine me genera esa adrenalina vertiginosa y, al mismo tiempo, la sed de viajar nuevamente en colectivo.



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