Los Mareados
Anoche bailamos, me gusta ver como el tiempo moldeó nuestro abrazo. Al principio, de tierra y agua, ahora de un barro homogeneo, negro y húmedo. Un amasijo de tangos, suela de zapatos, mis hebillas, los restos tu gomina, mis medias corridas y tu perfume; nuestro abrazo se va ensuciando de nosotros. Y avanza a medida que bailamos.
Mente en la lejanía, en los límites de la pista. Solo tu aliento se oye cerca, primero. El espacio vital del abrazo es el único espacio en el que existo. Y las cosquillas en las costillas, tus dedos como tocando un acordeón. Buscando hacerme reir un rato, nada más. Y marcás los acentos. A veces me doy cuenta que no sé dónde acentuar mi vida. Cuelgo mi cuerpo, es un apile emocional, y me dejo llevar. Bailamos.
Los movimientos tienen un motor desconocido. Los torsos en paralelo, la mirada en el cuello, las yemas en carne viva y una marca que habla. Y siento tu preocupación de hombre; no sé que percibirás en mí, pero palpo tu esfuerzo por desenchufar esa batería pesada que me corta el circuito de a ratos. Me hace bien sentir eso. Y te abrazo por dentro de tu cuerpo. Y me decís que no se qué, me río. Bailamos sobre nuestras ilusiones, todo se diluye, se vuelve tan real. Y hacés chistes malos y me hablás de cosas sin importancia. Actuás, sos mil hombres en uno. Improvisás un neutro y sos un actor de telenovela mexicana paupérrima; un asesino que se come las s medio patético, un gran intelectualoide experto en nada. Me río de nuevo. Giramos, nos mareamos, como en el tango. También me burlás, me hago la enojada, y jugamos. Sos un payaso; cuánto necesito de esas payasadas.
Pocas veces te miro a los ojos. De esas pocas, hay pocas en las que logro la mirada justa. Se produce algo así como un eclipse de iris, un instante de calma absoluta. Se cierra el campo visual, hay un recorte de tiempo, y quiero abrir tus ojos como un par postigos. Vos pestañas, hay unos segundos de delay, y nos quedamos mirándonos, flotando en ese abrirse de puertas empolvadas. Es que tus ojos a veces son dos bolas de polvo. Por dentro, algo se me ablanda, no sé si es el corazón. Pero siento la sustancia de la que está hecha calma sobre mi cara y sé que ví más allá, aunque no me acuerde qué. Para mi está bien así; hay cosas que no se deben forzar, decía mi abuela, que se guardan dentro de nosotros solas. Casi siempre después de este ínfimo ritual, me rasco la nariz y miro para otro lado. El silencio se llena por inercia de palabras vacias y bailamos un tango más o dos. En la cuadras de vuelta a casa, mientras fumo el último cigarrillo del día, pienso qué mágico se vuelve el hecho común de mirarte a los ojos, y qué felíz me hace bailar tango olvidándome de todo.
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