La repartición


Adentro del guardapolvo entre 
una o dos capas de pulóver, 
esperan el mate cocido.
Toses en eco, palabras en voz baja
suspendidas en el frío del patio grande. 


En los cuerpo diminutos
late un deseo concreto.

Ya casi recreo,
todavía el patio vacío,
el timbre como un hecho pasado
despabilando los pasillos;
la puerta del fondo, sin picaporte
se abre y sale luz como de un santo.
Se escucha: los golpes de una pelota
-pica contra el piso-, la puerta de la cocina
-cruje y se abre. 


Todos sabemos, ha comenzado el ritual.


Salen los dos encargados,
los que se habían portado mejor
Caminan lento, saben
de la responsabilidad 
que les fue dada.  Empujan y retienen el carrito
del mate cocido con mucha solemnidad.
(El chapón con orificios, en cada hueco un vaso
la rueda que se chinga a veces, la goma podrida
del manubrio.)
Uno mira al frente, hunde sus ojitos cristalizados
en el horizonte de cemento, esquiva
las miradas. Siente vergüenza por ser el elegido. 
El otro está preocupado,
con extrema prudencia reojea las bolsas de
pan que van  tambaleándose
en la parte de abajo. El reflejo listo, 
esperando la caída inoportuna. 
Por momentos se les va de las manos,
el carro avanza solo, como si supiese
su camino de memoria.


Espontáneamente, sexto y séptimo grado
se alinean en dos filas: la de las nenas
y la de los nenes. Por unos minutos
todos se vuelve una sola espera 
tiritante. Dos hileras que emanan humito. Saltan
de los bolsillos en orden, se abren las manos.
Van apareciendo,  las palmitas que abrazan el pan
y le roban el calor al vidrio caliente. Las bocas
diminutas se alejan masticando, devoran el pan
que de duro, acalambra las mandíbulas.
Sentados contra la pared, saborean el
manjar. Llegar a la miga tibia los calma. 

Todos los días, al salir de sus casas, 
todavía con lagañas, de la mano de sus papis,
cada uno desea ese momento
que divide la mañana. Son pocos pasos:
mojar, esperar a que verde
y apoyar en la lengua,
hinchada de tanto silencio. 


Ahora
la miga en sus manos.


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