A esa edad era una india. No me dejaba peinar, me escapaba corriendo por el pasillo del baño con ese chufo cavernícola en el pelo, y si no andaba en cuatro patas, estaba cerca. Saltando de sillón en sillón, trepando cuanto árbol se me pusiese en el camino; siempre descalza, siempre desnuda. Me acuerdo mucho de esa hamaca. En mi cabeza siempre fue un barco, una gran carabela como la de Simbad, el marino. Gritaba mucho ahí arriba, sola, en un mundo de bombardeos en alta mar. Creo que nunca apoyé la cola en uno de esos asientos. La foto retrata la posición exacta en que me ponía cada vez que salía a navegar. Así erguida con la mirada clavada en el horizonte, agarrada de la parte más alta de los caños. Recuerdo que me miraba los bíceps y me sentía Popeye. Ni hablar de lo que sufría cuando venían los hijos de los amigos de mis viejos o mis primos a jugar a casa...otra persona en el barco era inadmisible. Un marino inexperto aletargaría el ritmo perfecto del sube y baja de mi nave, que siempre estaba al filo de completar la vuelta de 360°, tan temida por mi vieja. Lo que seguía a mi ataque de histeria era casi coreográfico: los brazos en pinza del viejo me alzaban, yo me resistía en peso muerto, pataleaba y miraba con veneno a los culpables de mi destierro; adentro, en la sombra fresca de la cocina, me retaban y me ponían en penitencia "por egoísta". Nadie entendían. Yo prestaba mis cosas, lo que no podía prestar era mi mundo de fantasías. No porque no quisiera, era más bien una imposibilidad lúdica que presentía en esos niños. Sabía que nadie podría sentir el agua de las olas que chocaban contra la proa salpicándome las mejillas, o tirar con mucho esfuerzo la pesada ancla al fondo de mar y oír las cadenas desenroscarse, hasta llegar a su tope. Yo había aprendido como luchar con pasión, lo que implicaba poner en riesgo la vida y saltar con astucia de un respaldo al otro, espada en mano, apuñalando hombres rudos, con la hamaca en movimiento. Me imaginaba tipos fieros, sin una pata y sin un ojo que no se conmovían por mi edad y mi tamaño. Les gritaba, a ellos y a mi tripulación, también hablaba con un lorito imaginario, que no recuerdo el nombre. No era que no quería jugar con nadie pero había algo en esas aventuras que prefería guardar en secreto. Con los demás chicos jugaba a la mamá y al papá o traía mi arsenal de muñecas y valijitas Juliana doctora, dentista, electricista, cajera de supermercado, superstar... en esos juegos era delicada, frágil y calladita, peinaba barbies, hacía dormir a bebotes, preparaba comida para las tortugas con pétalos y hojitas. Creo que nunca nadie supo bien que hacía arriba de esa hamaca. Un día todo fue muy feo. Salí corriendo al parque y mi carabela no estaba. Se fueron sin mí, grité. Todavía hoy me rio al verme ahí parada, loca de ira, y me da ternura. Llorando, busqué a mamá y le conté todo: las peleas en el mar, los tesoros, el lorito, los piratas sin ojos... Ella disimuló la risa, me abrazó fuerte y me dijo al oído dos cosas que hasta hoy me hacen ruido en la cabeza. La primera, que las aventuras siempre iban a estar en mi cabeza. Hoy lo compruebo, aunque de vez en cuando extraño mi nave con la tripulación adentro, que según me contaron, la donaron a un hogar de huérfanos. La segunda, que mi gran desafío sería ser héroe en la vida real. Esa esta en un proceso de reflexión constante.

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