Carta a un amigo

Desde que te fuiste, vengo a este café porque intuyo que es al que venías. A media cuadra de tu taller, justo en la esquina de Larrea y Peña. No sé muy bien por qué vengo. Tal vez, todavía necesito habitar tus huellas. Siento, de algún modo extraño, que en algunos lugares todavía sigue tu calor.

Cuando todo mi peso se acomoda en la silla, pido el café de siempre y apoyo lo codos prolijamente sobre mesa. Hay unos segundos de acostumbramiento: aflojo el cuello, los hombros bajan,  estiro el seño, de modo que mi cara cobra el aspecto de un monje tibetano. Y miro amasando lo que miro, intentando abrirlo como una fruta madura que con una leve presión escupe su carozo. Busco el decir de la cosas. O quizás, tu decir en las cosas. 

Te imagino sentado en esta mesa pegada a la ventana. A veces, solo y contemplativo.  Otras, te pienso en movimiento, exactamente en el instante en que dejás un par de monedas como propina y huis como escapando de alguien. Otras veces, te veo sentando enfrente mío. De esas veces en que compartimos imaginariamente la mesa, casi en ninguna hablamos. En la mayoría nos veo en silencio, los dos escribiendo muy compenetrados. Cada tanto, alzamos el rostro hundido en los cuadernos y nos miramos con ternura.


Esta vez, el café me vino con una moneda de oro envuelta en chocolate. Mientras la desnudo pienso en vos y tu poesía. Trato de entender qué me cautiva tanto. Y me pregunto, ya con el chocolate en la boca, de qué sirven las palabras doradas si lo de adentro no es comestible. Eso busco escribir: una golosina que se disuelva al paladar. Estoy cansada de poemas impermeables a la saliva. Versos que no se dejan saborear, envolviéndose con la lengua. Esta vez, usé un sobre de edulcorante y mitad de otro. Lo probé y me arrepentí de esa última mitad. De todas formas, tomé el café arruinado y me distraje contando las burbujitas en el pequeño vaso de soda. Cómo me gustaría que esté acá. Necesito contarte tantas cosas. Necesito consejos tuyos, silencios tuyos, sonrisas tuyas…  Por ahora, solo me queda morar en tus lugacitos, hacer casa en tus palabras y jugar cuando estás. Porque estás en cada chispa de cielo, en las sacudidas ferocez que me pegan las buena palabras. Sorbo el último café en la taza y me río. Qué mateada nos vamos a pegar cuando nos veamos, qué de charla vamos a tener. Infinitas como la eternidad misma. 

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