Solsticio de a dos

Un día llegaron a donde el horizonte violaceo amaga con desaparecer. Una gaviota los guió media indecisa y sus huellas fueron contando su historia al cielo. El tiempo les había limado las uñas. Las almejas, sus testigos bajo arena. Un envión anónimo, el beso que les arrebató los labios descarnados.

Él abrazó su esencia buscando un niña que le temió a la oscuridad. Sus escápulas se volvieron plastilina. Ya no existían extremidades.

Ella lo miró desnudando al veterano, dejando a un lado las carnes que el sol con cautela curtió. Apareció frente a ella el as del yoyó. Una mano llena de barro y canicas tornasoladas. Esa fragilidad vacilante le encadenó la mirada.

Olas en coro arrimaron el yodo que dibujó el contorno de su amor en la orilla. No hizo falta nada, el mundo se había reducido a una sola sombra. Una mejilla se perdió en un pecho blando. No hubo espuma capaz de apagar tal ardor en esos cuatro hombros que se volvieron un solo par. Palabras inoportunas nadaron lastimosamente contra la corriente. Él fue ella en otra piel, y ella juegó a ser miles de mujeres en un mismo cuerpo. Juntos fueron la marea, y hasta hoy los marea la idea del amor. Osaron escapar -a toda costa u orilla- pero los dedos de sus pies estaban enredados como los filamentos de una medusa, eran algas multicolores.

Julieta Troielli

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