Termo cargado, cigarrillos, todavía en pijama, nos sentamos en la puerta de la cocina que da al patio, en el escaloncito de mármol más frío de toda la casa. Había un fresco lindo dando vueltas por las baldosas, necesario para despertar de una vez por todas al sueño que seguía haciendo fiaca en el cuerpo de los dos. Mientras le pasaba el mate dulce, como a él le gusta , pensé que escapase es una gran acto de valentía. Quizás, lo cobarde es permanecer.
Al intuir mi fascinación ante lo revelado, mi abuelo también me contó que su primo estuvo preso de joven por escribir teatro, pero que aún preso, vivía escapando. Chupé la bombilla, que estaba medio tapada, y antes que pueda preguntarle nada, me aclaró: “mentalmente, claro.” Mientras espolvoreaba el azúcar, le dije de modo confuso pero resuelto, que así, estar puede vivirse escapando. “En estado de fuga“, me corrigió asintiendo. Hice silencio y me concentré en volcar la dosis justa de azúcar para que el mate vuelva a tener el mismo sabor que el primero de la ronda, que tanto me había festejado mi abuelo.
Como si hubiese presenciado una epifanía dije en voz alta: “O sea que no hace falta irse para escaparse. Pensado, simplemente, se puede perforar muros“. Mi abuelo colgó la mirada en una maceta rota llena de yuyos. Siempre hace lo mismo cuando se hunde en sus pensamientos, cuelga la mirada. Pero cuando amagó a contestar, lo interrumpí con un ¡ay! producto de la feroz mordida de Josefina, la tortuga, en mi dedo gordo del pie. Es curioso, Josefina técnicamente podría clasificarse como una tortuga “de cemento”, porque el patio de la casa de mis abuelos nunca tuvo pasto y desde chiquita -no sé cual es el equivalente de cachorra para tortuga- caminó sobre un piso áspero y duro, de cemento alisado. "¡Buen día, gorda! ¿Vos también madrugaste?", mi abuelo le a habla sus tortugas. Yo también les hablo, pero la diferencia es que él recibe respuesta.
Rápido cebé otro mate y se lo pasé, intentando remendar el clima. Quería seguir hablando. Empujando a Josefina con la mano, mi abuelo achinó la mirada y deslizó un: “Claro, Julita, y no hace falta estar preso para darse cuenta.” Aproveché que estiraba su turno y se calentaba las manos con el mate para prenderme un pucho. Tenía razón el abu, y que bien se sentía escuchar su voz a la mañana. El patio vacio ofrecía una acústica perfecta, sus palabras sonaban límpias y frescas. “No hace falta estar preso, para sentirse preso”, pensé en voz alta y solté el humo. Subió las cejas y bajo los párpado al mismo tiempo y me dijo que sí, pero que el asunto no es tan obvio como parece. Seguido, me sacó el cigarrillo de la mano con confianza y antes de pitar enunció: “Saltar cada tanto por la ventana es un buen ejercicio. Solo que hay veces que la gente no quiere hacerle frente al miedo del marco, su filo y la potencial cicatriz.”
Ya eran como las once y media, y Josefina y las otras tortugas tenían hambre y comenzaban a aparecer de entre la jungla oscura de macetas. Querían que les arrancásemos las rosa-chinas dulces que tiene mi abuela en la terraza, donde ellas no tienen acceso. No les gusta los pétalos de malvón, ni de geranio, ni mucho menos los helechos de las paredes. Estaba por levantarme cuando mi abuelo me dijo: “Que sientan el hambre un rato más. Después van a comer mejor.” Yo me quedé quieta y me distraje con un panadero. No hablamos más hasta el almuerzo. Seguimos tomando el mate, lavado y sin azúcar, en silencio, compartiendo los cigarrillos y mirando a las tortugas tener hambre.
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