Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

lunes

Aquí habla un par de ojos


Acá, desde estos ojos se ven todo muy parecido a la realidad. Un par de zapatillas salpicadas con barro de ciudad caminan pisando con fuerza y despacio. Las cuadras son relativas. Suman y restan baldosas lastimadas por raíces que emergen como zombies. Los autos se hacen oir cansados. Sus motores escupen penas, avanzan irritados y carraspean al igual que la garganta de un fumador resignado ante su vicio. Muchas piernas, cubiertas y desnudas pasan como infinitas puertas giratorias a mi alrededor. Mis pasos están en caprichados en ir muy lento. Involuntariamente mi caminar se torna acuoso, se va mojando de recuerdos, sueños no soñados, deseados o ya ni me acuerdo. El viento me da frio solo en la cara. Tímida la ventizca garúa y un viento, vespertino y repentino rapta mis agallas;.Las engatusa y se las lleva lejos de mi alcance. Las veo alejarse por la cuadra de enfrente, en dirección contraria a mis pasos. Las sigo unos metros con la mirada hasta que de golpe, algo o alguien las arroga con violencia a una alcantarilla que emana humos de podredumbe y soledad. Nuevas trituradoras de autoestima son esas alcantarillas putrefactas. Ahí abajo, el infierno tan temido. Alicates zig-zaguean los cuerpos carnosos del que, con las últimas gotas de valentía en la sangre, se atreve a asomar su nariz y pispear a donde catzo fueron a parar su agallas. (Yo paso.) Pero no hay nada, nunca hay nada. Solo un ruido es espantoso. Un click-clack escalofriante. 


Sigo caminando. Miro mis piernas, que son escobas que van barriendo los minutos muertos al paso, y pienso en cuántos pares de zapatillas embarradas de cotideanidad abandoné en el camino. Nunca supe bien hacer las cuentas. Atrevido, un cordón me interpela el paso y al esquivarlo una parva de hojas secas y envolturas de caramelos me amortiguan la bronca. La calle tiene sus mañas. Recorrer con astucia las veredas puede convertirse en un oficio apto para unos pocos. Un arte al que solo algunos acceden por voluntad propia. Yo muchas veces me veo inducida a practicarlo, e incluso a perfeccionarme cuadra a cuadra. El asunto es que no hay un gurú en esta ciencia alquimísta: cada uno de los que –como yo- recibieron “el llamado” va tallando sus artimañas. Una vez, no hace mucho, identifiqué a una viejita que, sin duda, estaba en plena misión callejera. Su andar denotaba un cálculo cartesiano perfecto. Desasceleré mi marcha y la miré con orgullo. Equilibrando inteligentemente su pierna izquierda con dos bolsas de nylon traslúcidas cargadas de fruta en la mano derecha, cruzó la calle como nadie la cruzo en mi vida. Costaba no mirarla, con sus pantorrillas razgadas como alfiler de modista y un único y estelar rulero en el medio de su cabellera aireosa. Su vestimenta destilaba un fuerte olor a naftalina y churrasco cocinado ese mismo mediodía. A la distancia, se podía ver nítida la estela de particular aroma. La imagen me remitío al cometa Halley. Sin embargo, lo asombroso de esta mujer era su andar. Cada parte de su cuerpo contaba una historia, que en conjunto era un relato complejo. Recuerdo que el viento guardó silencio y el sol se asomó entre los arboles, la vieja era un caleidoscopio que refractaba la vida común y misteriosa de mi barrio.

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