Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

martes

Volutas

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Siempre escucho adentro lo que tarde y observo
las volutas de fuego trepando por tu vaquero deshilachado.
Suena Coltrane, mi cigarro es más ceniza que otra cosa
y oigo tu voz repitiendo esa frase de Heidegger
que leíste la tarde de lluvia que nos besamos
en el pasillo de la facultad: “el problema es estar
preparado para morir en cualquier momento.”

Un puerta se abre, mi humanidad entrando a la habitación
y vos en situación dudosa. El vaquero en llamas, una hoguera
emocional.

No consigo recordar hechos, apenas imágenes esfumadas,
sensaciones. Acaso se deba a que nunca estoy en el lugar donde
se encuentra mi cuerpo. No me siento ahí.

Una mañana, en un café de la Av. Belgrano, leí este fragmento
escrito el 28 de abril de 1956 por Abelardo Castillo. Es tan solo
una entrada de un diario íntimo. Sin embargo, cincuenta y ocho años later
se hace carne again.

Siempre escucho adentro lo que tarde,
después viene el auxilio auxilio, la lagrima que te parte
la cara en dos y mi humanidad corriendo por agua
que domestique la llama satánica. Vos, sos vos,
sos vos, me repetís; en una habitación que es bosque seco,
bajo un cielo de mampostería barata, alumbrado
a bombita bajo consumo, que titila
como nuestra verdad.

Siempre escucho adentro lo que tarde y la guerra
nos deja de rodillas, frente a frente, lejos de las trincheras.
A veces siento que ignoro
lo que el tiempo sabe traer entre las manos.

Vuelvo a Castillo, leo Mayo 1 de 1966: “Una eternidad de escombros
amontonados como un pedestal para el olvido.”

Eso somos, le digo al mozo cuando me trae la cuenta.
Y el hombre de chaleco y moño no entiende
nada. Hace chillar la porcelana
de la taza contra el plato que se lleva,
de seguro, sin entender de qué hablo.

Porque nadie más observó las volutas
de fuego trepando por tu vaquero deshilachado
y toda la dramaturgia que recién
se desvanece -sana crónicamente-
cuando mi humanidad acaricia tu bícep desnudo
y transpirado; el disco de Coltrane casi quieto,
y mi yema recorre tu tatuaje,
mientras suave me digo
 “aquí vamos again”.

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