Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

domingo

Le dije que “sí, acepto”, casi no pasó por mi cabeza.
Le dije que no soportaba los “para siempre” falsos,
comprometerse con nada en esta vida.
Le dije que no me gustaban las propuesta de ese tipo.
Pero “sí, acepto” este pacto, esta unión
porque es comprobable desde ya, y ahora mismo
y siempre; el tiempo no juega en este partido.
Qué bien: le ganamos al tiempo, trascendimos
con este dibujo eterno, nuestra marca.

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El ruido de una aguja en vibración me hace acordar a mi viejo. Por un segundo cierro los ojos y me trasporto a su consultorio de dentista ejemplar. Estoy sentada en el sillón blanco galáctico que sostiene mis piernas a unos perfectos 37 grados. El respaldo es de un plástico blando y anatómico. Tanta comodidad inicial genera desconfianza. En eso escucho el ruido, un continuum de chispazos eléctricos, una sucesión infinita de cortocircuitos escalofriantes. Cada vez más fuerte, cada vez más cerca el ruido metálico, inintermitente, monocorde, amenazante. Como el que hacen las serpientes sacudiendo la lengua, previas al ataque.  Como esos bichos voladores que zumban, zumban cerca de la oreja del que duerme en paz. En la mano de papá se acerca el ruido. El maldito ruido del torno. A eso me hace acordar lo que oigo ahora, la aguja que tiembla escupiendo tinta y se acerca para dejarme una marca.

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Cuando los dos estemos muertos. Quizás vos acá y yo en Japón, o los dos en esta ciudad pero en barrios distintos, esto hablará por nosotros. Será una huella, un fósil nostálgico. Tu cuerpo y el mío, rodeado de gente que los llora y se pregunta qué significa ese dibujo. Me gusta la idea que algo siga hablando cuando ya no estemos. Me gusta que nadie sepa, que sea un secreto lo que nos llevamos.

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Cuando entrábamos a un café o caminábamos juntos por la calle, sentía que la gente nos miraban especialmente. Nuestra presencia interpelaba las miradas. Vos parecías aún más mayor de lo que eras y yo parecía el tipo de chica que jamás andaría con un tipo como vos.  Siempre te vestiste así, muy formal, muy hombre. Yo, en cambio, nunca abandoné las polleras largas, las remeras desteñidas y los pañuelos de colores en el pelo. Sos gitana, me decías. ¿Quiénes son estos dos, como venidos de la guerra?, leía en los ojos que nos miraban. Dos que quieren estar juntos, dos mundos distintos imantados de a instantes, unidos por algo parecido al amor. Las señoras se escandalizaban. Los hombres te miraban a vos como a un héroe, como al que consiguió verdaderamente, la mujer que quiso. Estaban un poco equivocados.


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Me encantás. Siempre decís eso. Siempre me quedo pensándolo. Me encantás es me embrujás. Me hechizás. Una casa encantada es una casa invadida por espíritus. Quizás, mi espíritu te encantó, encantó a tus ojos. Quizás solo repetís eso porque es lo único que podés decir, que tu estado te permite decir, que mi espíritu que se apoderó de tus ojos te permite decir. 

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