Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

jueves

Fuga per canon





Se me desviaba todo el tiempo la mirada. Se iba por otros caminos. Lejanos, más tranquilos. No había cartel que la guiara, estaba loca y voluntariamente perdida.



Al costado de la ruta, se despojó de sus pestañas mojadas y de un par de cejas descartables que ya no le servían. Mi mirada buscaba algo más genuino. Detestaba  que sus cejas bailaran al compás de gestos artificiales.


Se me iba, nomás. Viraba sin rumbo. Chispiante y pícara, maquinando alguna travesura lejos de la humanidad. Era sin duda, una mirada audaz, dispuesta a embarazarse de alambres camperos y animales vacíos de reflejos. Ávida de dormir en las banquinas contando estrellas, rezándole a la luna, quería llenarse de campo. Rumiar sus yuyos y respirar esa mezcla de bichos, rocío y viento del sur.


Un motel la entretuvo una tarde. Sin buscarlo, se encontró esforzándose para ver entre unas persianas apolilladas. Dos cuerpos transpirados quedaron tatuados en su retina. Huérfana de ojos, mi mirada parpadeó –o hizo las veces de, puesto que sus párpados fueron abandonados en una estación de servicio en ruinas. Iluminados a rayas, los cuerpos, que eran miles y uno a la vez, emanaban un intenso aroma a canela, tabaco y piel.

Sus movimientos trazaban una partitura entre las sábanas, una melodía que punteada con una guitarra sonaría parecido a un himno indígena. Así lo sintió mi mirada, que cautiva y obnubilada miraba el acto como si fuera una ceremonia sagrada. Nunca había visto tanta pasión, tanta vida. Ella también tenía un rol asignado, ya no se sentía afuera, la fuerza de ese par de humanos poseídos la había cooptado.


Quiso fumar, pero recordó con pena que había huido del rostro que poseía boca. Esos labios a los que había recriminado recibir ingenuamente tragos amargos y escupir insultos, serían los únicos capaces de pitar y apaciguar sus ganas. Se alejó pensativa, como diluyéndose entre las manchas de luz que esquivan el anochecer. Tal vez, ya era hora de volver. Ése había sido el bautismo predestinado. Esa crudeza había sacudido su mirar anestesiado y ahora intuía de qué se trataba el mundo. La vuelta por el camino, que ahora era otro, fue amasando una nostalgia que mis ojos siguen destilando hasta hoy.

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